domingo, 17 de julio de 2016

Desencuentro



Maximiliano Basilio Cladakis

    Diego dio vuelta la página y expiró la última pitada que le quedaba al cigarrillo. El mozo dejó sobre su mesa el café, él dijo un “gracias” y sonrió como autómata, sin siquiera levantar la mirada del libro. Los condenados de la tierra se desplegaba, salvaje e hipnóticamente, frente a él. Cada frase de ese texto maldito lo devorada, se incrustaba en su espíritu como una epifanía subversiva que daba cuenta de la verdad de un mundo desgarrado por la irreductible oposición entre opresores y oprimidos, verdad oculta y ocultada en pos de la constitución de un mundo liviano, superfluo, banal, de un mundo inauténtico  donde cada existencia se elegía de modo también inauténtico.

   No era la primera vez que lo leía. Había caído en sus manos de adolescente. Lo encontró de manera casual en una tienda de libros usados, pensando, por un momento, que se trataba de una novela de terror. Desde entonces, la lectura y relectura de la obra era una de las constantes más específicas de su vida y, siempre, descubría algo nuevo en ella, volviéndole inteligible no sólo la guerra de Argelia, sino su propia época histórica, incluso, le hacía más comprensible la historia humana en general.

   Bebió un sorbo del café y miró a través de la ventana del bar. Sus pensamientos cavilaban en torno a frases sobre las que permanentemente volvía y reinterpretaba.  Era algo que se había vuelto una tradición para él, sobre todo en momentos de crisis, se trate de crisis personales, políticas, o de la conjunción  de ambas, que era el modo en que sus crisis solían acontecer con mayor frecuencia, en lo que él solía llamar sus “periodos negros”. Sin lugar a dudas, este era uno de esos periodos.  Una angustia, por momentos profunda, por momentos ligera, pero constantemente presente, lo envolvía física y espiritualmente. El mundo, tanto en su horizonte personal como en su horizonte colectivo, había cambiado y sentía que no tenía, ni podía tener,  lugar en él.

    Mientras se abstraía en una serie de reflexiones circulares,  infinitas, sintió una mano apoyándose sobre su hombro, desde atrás.  Dio vuelta la cabeza y se encontró frente a un rostro sonriente que le resultaba absolutamente desconocido. Unos ojos claros lo miraban con alegría mientras una boca grande, rodeada por unas mejillas amplías y rollizas, mostraba unos dientes blancos, perfectos. El hombre, de una edad indiscernible, lo saludó afectuosamente. Diego fingió reconocerlo y le devolvió el saludo.

   El desconocido se sentó en su mesa. Comenzó a hablarle. Al principio le dijo lo sorprendido que estaba de haberlo vuelto a encontrar luego de tantos años y que le asombraba el hecho de que su aspecto no había cambiado  lo más mínimo en comparación con el recuerdo que tenía de él. A partir de ello, Diego reconoció que se trataba de un antiguo compañero del secundario. Se llamaba Marcelo y hubo una época, no muy duradera, en la que ambos escuchaban la misma música y que, debido a ello, hablaban con cierta asiduidad. Incluso, habían  ido juntos a dos o tres recitales.  Sin embargo, Diego nunca lo había considerado su amigo ni nada por el estilo; por el contrario, de adolescente, a pesar de ciertos gustos comunes, lo consideraba demasiado normal. Sentado frente a él, el ahora reconocido Marcelo  hablaba sobre su vida.  Le contó que había estudiado abogacía unos años pero que no llegó a terminar la carrera, que estaba casado, que tenía dos hijos, que trabajaba como administrativo en una empresa de seguros española donde le pagaban muy bien, que  había cambiado el auto este año y muchas otras cosas sobre las que Diego no podía retener la atención. Cuando Marcelo hacía alguna pregunta sobre él, Diego daba alguna respuesta muy general, casi evasiva, pero no por el hecho de no querer dar a conocer detalles, sino por el hecho más simple de no saber siquiera que contestar. Para él, en todos estos años, no había cambiado nada al mismo tiempo que había cambiado todo, lo que hacía imposible enclaustrar una vida al simple formato de una respuesta breve, específica, de una duración acorde a lo esperado. Su antiguo compañero de secundario, igualmente, seguía hablándole. Le dijo, entre otras cosas, lo que había sido de la vida de algunos otros estudiantes de su curso con los que seguía manteniendo cierto contacto y que Diego no recordaba en lo más mínimo.


   El mozo volvió a la mesa y le preguntó a Marcelo si quería pedir algo. Este le respondió con una negativa y le dijo a Diego que debía de irse puesto que había bajado del auto a cargar crédito para el celular en un kiosco que se encontraba al lado del bar y que, al verlo desde fuera, no pudo evitar entrar a saludarlo. Se pasaron los números de teléfono y, tras ello, Marcelo partió sonriente.  Dos veces giró para saludarlo y las dos veces Diego sonrió e inclinó la cabeza de manera algo forzada.

 Cuando Marcelo desapareció de su vista, Diego encendió un cigarrillo y continuó releyendo Los condenados de la tierra. Sus pensamientos volvieron a discurrir sobre los mismos senderos en que lo hacían desde hacía muchos años.

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