martes, 15 de febrero de 2011

Apuntes para una nueva militancia


José Antonio Di Vincenzo

1.      La utopía como camino

La relación entre los intelectuales modernos preocupados por elaborar un fundamento político y la legitimación de un determinado orden social con la historia es sumamente compleja. Como quiera que sea, la filosofía política y social en la modernidad, un constructo teórico elaborado por intelectuales preocupados por la consolidación del orden capitalista (esto es, la transformación de las relaciones sociales feudales y el trastrocamiento de todo resabio legal, ideológico y cultural propio de ese modo de producción) no niega la historia; pero en cierto sentido, instala la idea de que el pasado es algo así como el lugar donde habitaba el error, siendo éste producido por la falta o el insuficiente uso de la razón. Para los modernos, el pasado es el sitio donde domina la irracionalidad, donde los pensadores todavía no habían descubierto los principios fundamentales que gobiernan la naturaleza humana y donde a tientas esbozaron un conjunto de mitos y especulaciones con escaso rigor desde el punto de vista racional[1]. En el pensamiento moderno, por el contrario, existe una clara búsqueda de un futuro mejor basado en el progreso sustentado por el aporte de la razón[2].

El importante lugar que ocupa la razón en la elaboración de la teoría política no nace en el siglo XVIII sino que puede rastrearse ya en el siglo XVI, cuando tenemos la aparición de las primeras utopías en las que la razón actúa como el instrumento que permite pensar un mundo perfecto, un mundo racional donde no tenemos ningún conflicto. La palabra utopía proviene del latín u-topos y significa “no-lugar” o “tierra de ningún lugar”. Es utilizada por Tomás Moro (1478-1535) para nombrar a la ciudad imaginaria que describe en el libro que lleva el mismo nombre editado en 1516. Utopía tiene un significado intencionalmente ambiguo. En efecto, en principio, quiere decir “no-lugar” o “tierra de ningún lugar”. Se trata de un lugar imaginario, un lugar que no existe en realidad. Pero al mismo tiempo, su pronunciación en lengua inglesa se asemeja a eutopía. En latín la raíz “eu” da cuenta del mejor. Eutopía sería entonces “el mejor lugar”. Sea como sea, es a partir de la obra de Moro que comienzan a aparecer una serie de relatos del mismo estilo que describen sociedades imaginarias, ideales, calificadas con el mismo vocablo. Del mismo modo, utopía hará posible dar cuenta de obras mucho más antiguas pero con características similares como La República de Platón. Históricamente, se puede considerar a la utopía como una forma del imaginario social que, de diferentes formas, se encuentra presente en toda sociedad, siendo su función permitir pensar la alteridad social, la otra sociedad, la sociedad alternativa. En este sentido, y relacionados con la doble acepción del término utopía, como “no-lugar” y “mejor lugar”, se pueden encontrar dos aspectos en los textos utópicos. En primer lugar, una crítica radical y la impugnación del orden sociedad vigente. En segundo lugar, la postulación o enunciación de uno alternativo, de una sociedad diferente en otro espacio o en otro tiempo. Se pueden considerar estos pensamientos como emergentes, marcas, huellas que, en conjunto e históricamente, conforman un “mapa” de la crítica a las sociedades de cada época. Asimismo, el imaginario utópico se “repliega” y “despliega” según el momento histórico, acompañando a los movimientos que surgen propugnando una transformación radical de la sociedad.

Si bien existen relatos que pueden ser considerados utópicos en la Edad Media, éstos no tienen esa valoración del progreso que sí poseen las obras modernas. Más bien, se caracterizan por el hecho de situar la esperanza de una sociedad mejor en el retorno al origen o al pasado. Se habla de la “Ciudad de Oro, del Edén, del Paraíso Perdido”, desde una formulación acorde con una concepción cíclica del tiempo. Por el contrario, las modernas utopías tienden a situar la esperanza en el futuro. Hay una concepción lineal del tiempo. Pero la verdadera innovación de la utopía moderna consiste en que éstas admiten alguna forma de auto institución del orden social, pues no existe ningún sentido preestablecido, exterior a la sociedad, y sostienen la no existencia de un poder u orden divino. Alcanza con desearlo o tomar una decisión colectiva para fundar el Estado y avanzar hacia la utopía. El sentido existe, pero es humano, por lo tanto, se puede desear y es posible vivir de otro modo que no violente la condición humana.

Durante el siglo XVIII aparece un principio de cambio de ese paradigma. Las sociedades imaginarias son ahora otras tantas contra-sociedades, visiones cruelmente grotescas de sociedades que se proclaman como ideales y al mismo tiempo, amarga sátira del orden social existente. Como ejemplo, podemos citar a la obra Los viajes de Gulliver  (1726) de Jonathan Swift (1667-1745). La anti-utopía de Swift, como casi toda la utopía del siglo XVIII, tiene como eje la idea de la perfección y del orden natural. La sociedad imaginaria de Swift se inclina por la confrontación pesimista de la naturaleza con el ideal. La justicia, como la virtud y la belleza, están por encima de la condición humana. Si bien en el siglo XVIII, la anti-utopía fue un fenómeno aislado con respecto a los viajes imaginarios en busca de países de felicidad tanto individual como colectiva, es en el siglo XX, en especial en el período entre guerras,  en el que el relato antiutópico vence y aparecen las grandes distopías como Un mundo feliz de Aldous Huxley (1894-1963), Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (n. 1920) o 1984 de George Orwell (1903 – 1950).

Ahora bien, las utopías descriptas plantean o bien una forma de sociedad ideal  la cual debería llegarse de algún modo o bien una a la que se llegará de no cambiar las cosas. Para Platón el tránsito dependía de la capacidad de los filósofos para guiar los destinos de la república. Es por esto que resultaba fundamental la educación de los ciudadanos de la polis. Si bien dicha educación consistía en preparar al filósofo para que pueda contemplar las formas debemos conceder que en la mente del genio ateniense había una idea de tránsito concreto hacia la concreción de dicha utopía. Los filósofos medievales, fieles a la tradición judeocristiana, ponen la utopía en el reino de los cielos al cual se llega ya no por educación sino por estar en gracia con el señor o por pasar a mejor vida. Es allí que comienza a clausurarse la idea de tránsito o construcción de la utopía. Basta con rezar y/o flagelarse para alcanzar el fin deseado. Más tarde los modernos retoman el impulso inicial del concepto, aquel que teníamos presente en la obra platónica, fijan la utopía en un futuro mejor y mientras luchan por revolucionar el orden feudal, hacen de la utopía una meta a la cual debe llegarse de algún modo concreto. Mas cuando se llega allí, la utopía pierde esa fuerza impugnadora y orientadora para convertirse en un residuo literario. La anti-utopía del siglo XX cumple un rol similar pero que en su funcionamiento invierte la función del relato: ya no se trata de un lugar a dónde debiera llegarse sino del lugar al que se llegará si todo sigue igual. Por lo tanto, lo que la anti-utopía pretende mostrar son ciertos aspectos oscuros de la situación presente, sus costados más negativos. No es casual que a lo largo del siglo XX las utopías hayan tomado esta forma. La burguesía triunfante, incapaz de pensar una sociedad diferente dado que su conciencia de clase le impide pensar un orden alternativo sublima todos los males que resultan de la estructura de relaciones sociales por medio de un relato en el que todos los fantasmas toman forma y dan cuenta de hacia dónde puede ir a parar la cosa. Ahora ese lugar es al que no se quiere llegar no al que se pretende llegar y para no llegar allí es necesario, siempre en el nivel de las ideas abstractas, reflexionar, hacer una mea culpa, casi un acto de arrepentimiento pero sin mover un dedo para que algo cambie en la práctica. No hay capacidad de pensar en algo radicalmente diferente en el futuro. El futuro es la continuidad de la lógica presente. La utopía sigue siendo un fin y el tránsito teleológico como en el resto de las obras pasadas, para bien o para mal. Es por esto que todo se tiñe con un fuerte optimismo o con un pesimismo atroz. En el caso de las reflexiones filosóficas acerca de la tecnología, esto es muy notorio. Desde posiciones filosóficas como las de Jacques Ellul (1912 – 1994), Lewis Mumford (1895 – 1990) quienes piensan a la tecnología como autónoma y determinante de lo social y al hombre como un sujeto que camina hacia el abismo o Heidegger (1989 – 1976) mismo quien sostiene en una entrevista a Der Speigel que de seguir como vamos “sólo un dios puede salvarnos” hasta obras cinematográficas en las que la tecnología está a la orden del día (pienso en tantas películas de ciencia ficción de los 60 y 70) pasando por las series de televisión y dibujos animados (las de muñecos animados ingleses o hombres de carne y hueso de Gerry Anderson, Supersónicos, todos los mutantes y demás) en todos los casos tenemos una mezcla de optimismo y pesimismo muy notoria.

Sea cual fuere el caso, en resumen, hasta aquí las utopías aparecen con algo acabado. Ya sea como algo ajeno a este mundo, como algo que se encuentra en otro lugar para bien o para mal. Como un lugar al que hay que ir o vamos inexorablemente. Ese objeto dado que actúa como fin impone una mirada teleológica en la cual los sujetos deben desplegar un recetario de prácticas que puede ir desde el padecer y sufrir mientras se ora, el subvertir el orden vigente a los cañonazos o el sentarse a esperar a que la revolución llegue porque ese es el orden natural, lo que sucederá irremediablemente puesto que operan leyes de la historia que están más allá de la influencia humana. Esto último es muy común en la concepción marxista mecanicista y dogmática.

Nos interesa aquí rescatar otra manera de pensar la utopía. Lo hacemos con la firme convicción de que repensando la utopía podremos instalar la discusión de ciertas cuestiones teóricas de las cuales es oportuno comenzar a tratar. Concretamente, consideraremos la utopía ya no como un lugar a dónde llegar sino como algo a hacerse, como un proceso de construcción y trastrocamiento incesante, como una construcción colectiva no inmutable, no como un estado de deliberación permanente, pues ciertas metas deben estar firmemente sostenidas y acordadas, pero sí como un discurso orientador pero trastocador hasta de sí mismo en el que distintos significados, prácticas, acciones concretas y estrategias luchan por modificar el balance de poder en la sociedad capitalista y en una formación social concreta para ir transitando un camino seguro hacia ese fin por toda la militancia compartido. En este sentido queremos rescatar la mirada dialéctica, queremos ver contradicciones y superación de las contradicciones. Queremos, en definitiva, pensar qué es ser revolucionario en el contexto actual.

Antes de comenzar, expondremos algunas tesis de las cuales no pensamos renegar. Para nosotros la revolución no es un universal, una abstracción, algo ahistórico e inmutable, la revolución no es algo que se escribió cual receta que debe seguirse puesto que de hacerlo puntillosamente llegaremos al fin obteniendo el producto esperado. Esta racionalidad tecnocrática impera en algunos discursos que pecan al pretender traspolar la racionalidad técnica a las cuestiones sociales. Esto nos lleva a nuestra segunda tesis. En la historia y en las sociedades ocupa un lugar importante la contingencia. En este sentido, es fundamental entender dos cosas: cómo opera la contingencia en las subjetividades y cómo los sujetos operan con la contingencia. Por otra parte, para nosotros la revolución es el proceso por medio del cual, los sujetos mediante una perpetua lucha por modificar el balance de poder procuran el trastrocamiento de la visión del mundo, la ideología y la cultura junto con la transformación de las relaciones sociales. En este sentido, la producción simbólica ocupa un lugar destacado en el proceso y constituye una herramienta para conformar subjetividades conscientes de que la meta es posible. En otras palabras, es en el nivel de la producción simbólica y mediante una filosofía de la praxis (crítica del sentido común y práctica trastocadora) donde debe operarse para conformar una nueva forma de sentido común.

Todo esto nos lleva a reformular la idea de participación democrática. Ya no se trata de ir a votar y delegar en los representantes solamente.

Para profundizar conceptualmente en los temas que hemos estado desarrollando sugerimos comenzar con la lectura de los Cuadernos de la Cárcel de Antonio Gramsci en particular los volúmenes sobre El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce y las Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Hay una buena edición de Era. Irremediablemente el lector tendrá que retomar o aproximarse por primera vez a la obra de Marx dad o que en gran medida Gramsci retoma, critica, reflexiona y procura profundizar el materialismo histórico. Para quienes ya tienen lecturas al respecto recomendamos refrescar los núcleos centrales del pensamiento marxiano con una mirada rápida de sus principales aportes. Para quienes recién se acercan al materialismo histórico sugerimos la lectura del Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política y del Manifiesto Comunista para luego, ir a las Tesis sobre Feuerbach y comprender cabalmente el concepto de praxis. Existe un interesante trabajo de Mondolfo que introduce al lector en la filosofía de la praxis para volver luego sobre el aporte de Feuerbach a partir de la exposición y análisis de las famosas tesis. Es Mondolfo, Rodolfo: Feuerbach y Marx. La dialéctica y el concepto marxista de la historia de la editorial Claridad. Es interesante complementar la lectura de Marx con la de textos de intelectuales que analizan su obra como Therborn, Göran: Ciencia, clase y sociedad: Sobre la formación de la sociología y del materialismo histórico de Siglo XXI o Marcuse, Herbert: Razón y revolución de editorial Alianza. Pero además para profundizar sobre la mirada de Gramsci pueden consultarse los textos de Buci-Glucksmann Gramsci y el Estado de Siglo XIX, Hobsbawm y otros Revolución y democracia en Gramsci de editorial Fontamara o Pontantiero Los usos de Gramsci de Forlios. Existen muchos más muy importantes y esclarecedores. No queremos hacer aquí un listado exhaustivo, no pretendemos hacer de esto una academia, sólo intentaremos en las sucesivas entregas de esbozar y sugerir algunos lineamientos para profundizar las miradas y tener más elementos para afinar la discusión y el debate.









[1] Esta posición propia de los iusnaturalistas modernos, aquellos filósofos que para construir el fundamento de la política partieron de una supuesta naturaleza humana, podría parecer ingenua a primera vista. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que los modernos luchaban contra los fundamentos medievales. La filosofía medieval glorificaba la tradición y la autoridad. Es por esto que los modernos enfrentaron toda tradición argumentando que las mismas no se basaban en razón alguna. En cuanto a los antiguos, sabido es que Platón en la República, mediante el conocido “mito de los metales”, plantea la cuestión de cómo hacer para sostener el orden social cuando la fuerza ya no resulta conveniente, cómo hacer que los sujetos que ocupan lugares desventajosos en la escala social acepten sumisamente el lugar que le corresponde. El carácter natural de las jerarquías sociales es presentado por Platón apelando a una forma mitológica. Si bien la filosofía platónica ocupó un lugar central en la Europa medieval, sobre todo en las primeras contribuciones filosóficas cristianas, son los trabajos de su discípulo estagirita, los que más nos interesan rescatar del modelo clásico. Efectivamente, es con Aristóteles que discuten los filósofos modernos. El fundamento político aristotélico ya no se construye mediante la apelación al mito sino por medio de un esquema reconstructivo gradualista, una explicación genética que pretende establecer los orígenes y el desarrollo de la sociedad. Comprender su propuesta es central para entender cómo construyen sus respectivos aportes conceptuales los intelectuales enrolados en el iusnaturalismo moderno; constructor teóricos que legitimarán sus modelos políticos correspondientes.
[2] Con la modernidad, el fundamento de lo político asumirá la forma de construcción racional como fuerza impugnadora del orden vigente. Lo natural será discutido mediante una indagación racional que impugna lo que hay y postula lo que debe haber. Lo político ya no responde a la naturaleza de las cosas sino que se construye como un artificio. Pero el estado social no debe ser contradictorio con el estado de naturaleza humana. Mientras que en los clásicos lo político y lo social se identifican plenamente con la cosmovisión, las tradiciones y el predominio del todo por sobre las partes, los modernos rompen con la tradición, ponen a todos los individuos en un estado de igualdad natural y construyen la soberanía a partir de las voluntades individuales.

1 comentario:

  1. Buenisimo el blog, una invitación imprescindible para repensar conceptos cristalizados... o sus usos.

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