Maximiliano Cladakis
A diferencia del concepto moderno de sociedad (comprendida esta en la
acepción esencialmente de “sociedad civil”), la comunidad implica una totalidad en donde los lazos
entre los sujetos no se reducen a meras relaciones de exterioridad. La
“sociedad” suele ser presentada, sobre todo en las teorías liberales, como un conjunto
de individuos en donde cada uno está “al lado del otro” (o incluso, en “contra
del otro”). En términos sartreanos, podríamos decir, que la sociedad implica
una “serialialidad”. El mismo Hegel, al hablar de la sociedad civil, se refiere a esta como la
dimensión donde cada individuo prosigue unicamente su propio interés. Hay, en
estas concepciones de la “sociedad”, un vínculo más que evidente con el mercado
como forma hegemónica que penetra las distintas facetas de la existencia
humana. En Simmel, por ejemplo, la
sociedad aparece reducida al conjunto de individuos consumidores o productores,
de compradores o venderos de mercancías.
Si la sociedad se presenta, entonces, como sumatoria de individuos, la
comunidad, por el contrario, implica un “nosotros” que excede y trasvasa las
lógicas mercantiles que se fundamentan en lo que Hegel comprende como el
individuo abstracto. La comunidad, por el contrario, se fundamenta en la
existencia de lazos de interioridad que posibilitan la emergencia de un sujeto
colectivo, de una intersubjetividad real
que rompe con las lógicas individualistas por las que se rige la sociedad. Hay
un ser común: valores, creencias,
ideales que comparten los integrantes de la comunidad y que superan la mezquina
idea de “interés individual”. En pocas palabras, la comunidad se encuentra
fundada en la eticidad.
La idea de “eticidad”, en su sentido hegeliano, abre la posibilidad de comprender
la comunidad como una coexistencia que
se afirma en un mundo histórico-cultural concreto. Frente a la moralidad
kantiana, frente a la religiosidad de lapropia interioridad, frente a la
abstracción del derecho, fundada en la igual de abstracta noción de “persona”,
la eticidad afirma el ser histórico de la existencia común. Si la moralidad kantiana
es una moralidad a priori y el derecho
se funda en la alienación del sujeto histórico-concreto en la idea de
“persona”, la eticidad emerge desde las entrañas mismas de la experiencia
histórica concreta. En la Fenomenología
del espíritu, Hegel ubica su emergencia, incluso, en un momento específico
del despliegue histórico: el origen del mundo ético es el mundo griego.
Ahora bien, la comunidad no es, por lo tanto, un constructo metafísico, ni un fenómeno dado de una vez para siempre.
Surgida del acontecimiento histórico, la comunidad se constituye
dialécticamente a través de la praxis comunitaria. En la Crítica de la razón dialéctica Sartre equipara “comunidad” a
“comunidad práctica”. Es en la praxis, pues, donde la comunidad se realiza. La
acción comunitaria implica una totalización del mundo circundante al mismo
tiempo que hace a la comunidad. La
eticidad que da fundamento a la comunidad se revela y realiza en la praxis. Una
praxis que, al igual que la comunidad, es inexorablemente histórica.
Sin embargo, al ser histórica y al afirmase en la praxis, la comunidad
está siempre en peligro. Por un lado, a partir de las fuerzas que operan desde
fuera. Pues, hasta que no se cumpla el sueño de Aliosha, toda comunidad es una
totalidad que se encuentra entre otras totalidades. El nosotros implica un ellos,
los agrupados, a los no-agrupados. Hasta que punto ese ellos es uno de los fundamentos
principales del nosotros, es un tema
complejo, aunque tal influencia sea indudable. Por otro lado, hay un peligro
interno: el de la descomposición molecular. Tanto Sartre como Hegel (podríamos
agregar a Maquiavelo) advierten que, dentro de la propia comunidad, habitan
fuerzas centrifugas que tienden a la extinción de la comunidad.
Siguiendo a Sartre, la mismidad del nosotros no sólo no anula, sino que
requiere la alteridad. Para que la
comunidad despliegue su praxis es necesaria la alteridad. Cada integrante de la
comunidad es útil a ella a partir de su particularidad. Para la praxis común
son absolutamente imprescindibles las características particulares. Es decir,
para ser uno de los mismos es
necesario ser otro. Ese juego de
oposición de ser al mismo tiempo un mismo
y un otro es una amenaza constante de
la comunidad y, paradójicamente, su
condición de posibilidad. En la Crítica
de la razón dialéctica esta oposición será definida como la contradicción
fundamental de la comunidad.
La comunidad, en tanto comunidad ética, necesita, entonces, afirmarse
constantemente a sí misma en el ambiguo y cambiante terreno de la historia. La
eticidad se debe desplegar en un actuar en conjunto en donde cada uno, en su
particularidad, se comprenda como parte de una totalidad que lo contiene y
supera sin anularlo. El desafío de la comunidad es permanente: desplegar su praxis
con fines trascendentes a sí misma, al mismo tiempo que constituirse,
consolidar y mantener su cohesión interna, su inmanencia como totalidad.
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